El presentador Chris Rock, a la izquierda, reacciona tras ser confrontado por Will Smith mientras presentaba el premio al mejor documental en la ceremonia de los Oscar, tras hacer un chiste sobre su esposa, Jada Pinkett Smith, el domingo 27 de marzo de 2022 en el Teatro Dolby en Los Ãngeles. (Foto AP/Chris Pizzello)
La injustificada agresión física que sufrió Chris Rock por parte de Will Smith la pasada noche de los Oscar, aunque inesperada, era algo que tarde o temprano iba a ocurrir. Quizás no de esa injustificable y reprobable manera; pero iba a suceder. Y es que los chistes de mal gusto de los presentadores se habían ido convirtiendo —y este tal vez no sea el caso del “G.I Jane 2 joke”— en algo intolerable.
Ya desde los primeros espectáculos, aunque revestidas de una aparente agudeza, algunas de las bromas no dejaban de ser francamente despiadadas. Como la que Bob Hope contó en la premiación de 1955 sobre el posible suicidio de los nominados que no resultasen ganadores aquella noche.
Otras, amparadas en la crítica política, también lo eran. Como la de Johnny Carson en la edición 53, que hablaba con total indiferencia sobre la grave crisis de los rehenes en Irán. O como la de Robin Williams en 1986, una grotesca imitación de un vendedor de zapatos filipino que remedaba, de alguna manera, los despectivos “polish jokes” de principios del siglo pasado.
Y así, poco a poco, los oscarizados chistes fueron haciéndose más vitriólicos. No había límites. Todo parecía estar permitido. En la premiación del 2013, Seth MacFarlane provocó una gran indignación al burlarse de las actrices que habían enseñado sus senos en algunas de sus películas, entre ellas Jodie Foster, que lo había hecho en The Accused, un conmovedor filme de Jonathan Kaplan que trataba sobre una brutal violación.
Pero ese humor —frívolo a veces, irrespetuoso siempre— no solo está insertado en la industria del entretenimiento, sino también en otras muchas esferas de nuestra vida diaria: en las conferencias académicas, en las reuniones corporativas y en los mítines de campañas políticas. No hay un profesor, Chief Executive Officer o aspirante a congresista, que no comience su discurso con una broma.
Es como una irrefrenable necesidad de encontrar un lado cómico en cualquier situación que enfrentemos, aun en las más trágicas. Un afán colectivo de no tomarse en serio y poder bromear sobre nuestros propios defectos. Como si el sarcasmo estuviese en el ADN de la nación.
La tradicional Cena de Corresponsales de la Casa Blanca, a la que asisten periodistas, políticos y celebridades de Hollywood, y donde se repasan los acontecimientos del año con un toque de humor, es una prueba de ello. No solo es el comediante que conduce el evento quien se burla de los asistentes. También lo hace el presidente.
La ya infame bofetada de Will Smith a Chris Rock se recordará para siempre como el más infortunado momento en la historia de los Oscar. Yo lo vi y lo escuché —con el bleep censor incluido— en vivo, y lo que sentí fue, primero, estupefacción, y después, vergüenza ajena y bochorno.
Hace poco, cuando se anunció la fecha de la ceremonia de premiación de este año, un amigo me preguntó si pensaba ver la ceremonia por televisión a pesar de sus últimos desatinos. Sin pensarlo dos veces le conteste que sí. Y reafirmé mi respuesta diciéndole: “Después de 42 años viéndolos no pienso dejar de hacerlo ahora”.
Sí, hace 42 años que los veo. Todavía recuerdo el primero como si fuera hoy: 14 de abril de 1980. Y también recuerdo la película ganadora: Kramer vs. Kramer. Y, claro, al Mejor Actor y a la Mejor Actriz: Dustin Hoffman y Sally Field.
Sin embargo, después de lo ocurrido, si la Academia no toma las medidas necesarias para que esto no vuelva a suceder, no sé qué le contestaré a mi amigo el año que viene si nuevamente me pregunta: “¿Piensas ver la ceremonia por televisión?”.
Manuel C. Díaz es un escritor cubano. Correo: manuelcdiaz@comcast.net.